Liborio y José Rosario

Liborio La lucha, 12 de junio 1912

Este artículo lo escribió Julián V. Serra en 1909. El texto —hasta donde sé, muy poco conocido— elabora un relato nacional sobre el blanco y el negro cubanos, sus “características”, sus historias y sus aportes respectivos a la construcción de la nación. Es un relato, como todos, interesado. Lo publicó Previsión, órgano del Partido Independiente de Color. El texto opone, y relaciona, el personaje conceptual de Liborio, creado por Ricardo de la Torrriente en 1900 (antes que Liborio, el personaje apareció con el nombre de “El Pueblo”), con el personaje de “José Rosario” (en una de las imágenes, José Rosario aparece a la derecha, “aguantado” por Liborio, desconozco si existen más representaciones gráficas de este personaje). El texto fue escrito en el contexto de la criminalización del Partido Independiente de Color, fundado en 1908, ilegalizado en 1910 y masacrado en 1912.

Liborio y José Rosario

Por Julián Serra

Alguien ha tenido la peregrina idea de personificar al pueblo cubano humano en la típica figura del campesino blanco de este país; pero el curioso que se fije bien en esta premeditada ocurrencia ha de convenir en que carece de un detalle digno de ser tomado en consideración; y es que el tal Liborio es blanco, o parece serlo, y no se explica que siendo el pueblo cubano uno de los más heterogéneos del mundo, pueda estar bien personificado en la típica figura de este humilde ciudadano que por su tipo, no representa nada más que a una de las dos entidades étnicas que forman el total de la población cubana.

(En su lugar, el autor propone) la no menos interesante figura de José Rosario, el cual tenemos el alto honor de presentar como cubano criollo también.

(…)

Liborio es un hombre de mediana estatura, delgado, con una cabellera algo rizada, de color entre blanco y cobrizo, que justifica ser oriundo de los primeros colonizadores, que unidos a las únicas mugeres que encontraron contribuyeron al aumento de la población en aquella época.

El Pueblo-Liborio

Viste siempre el traje de bracero y campesino, usa larga patillas, que le dan aspecto de isleño canario, es de constitución física débil, de costumbres modestas y sencillas pero demasiado ambicioso y bastante lleno de vanidad.

Aunque nació en el campo pudo recibir alguna instrucción razón por lo que más que como machetero siempre ganó el sustento como empleado secundario en las fincas donde por lo general desempeñaba el cargo de mayoral en las dotaciones.

(…)

Pasemos a conocer a José Rosario: José Rosario, nombres del padre y de la madre que usa como un recuerdo a sus progenitores este cubano, es un hombre negro como el ébano, joven, de regular estatura, constitución física demasiado fuerte, con una dentadura en extremo blanca que sólo deja ver cuando se ríe a medias, de un carácter enérgico y un valor rayano en la temeridad, con poca instrucción pero con muy buen sentido práctico, de costumbres en extremo sencillas y sin pretensión alguna.

Liborio y José Rosario

Viste pantalón y camisa de listado con las faldas metidas dentro del pantalón, pelado a rape y afeitado completamente, zapato de baqueta, sombrero de Yarey y no deja de traer el yaguarama al cinto nunca; pues con ese contundente instrumento ha ganado todo cuanto posee; y como es buen ginete, casi siempre usa polainas.

Estos dos cubanos que siempre venían trabajando en la misma finca (aunque desempeñando distintas funciones) llegaron a comprender que los malos tratamientos y falta de consideración de que eran objeto por parte del administrador, sólo era debido a su cualidad de hijos del país, condición que como si fuese un delito siempre les echaba en cara.

El dueño de la finca donde trabajaban se llamaba don Valeriano, de instinto feroz y sanguinario y enemigo gratuito de todo lo que con Cuba pudiera relacionarse.

José Rosario sufría en silencio las consecuencias de aquella situación, y no se decidía a tomar ninguna resolución temeroso de pasar algo parecido a lo que le pasó a un pariente suyo llamado «Aponte» por haber tomado la iniciativa en un caso análogo, no así a Liborio que por su empleo de mayoral se comunicaba más con don Valeriano que siempre lo trataba con demasiado desdén.

Liborio herido en su amor propio deseaba vengarse de don Valeriano, pero le tenía un miedo atroz; y una noche se acordó de José y dijo: este negro es fuerte, joven y guapo y supongo que tendrá también deseos de cambiar de situación por más que nunca dice a ese respecto, lo que me induce a suponer que si acepta, y realizamos la empresa; no ha de ser muy exigente en lo tocante a su recompensa; y caso de que lo fuese, ya veríamos la manera de contentarlo con algo, que al cabo sería poca cosa y así pensando resolvió hablarle del asunto a José.

Al siguiente día en el trabajo y contra su costumbre Liborio se acercó a José y le dijo: cuando se acabe la fagina, tengo que decirte una cosa que te interesa. Te espero detrás de la enfermería. José Rosario, por más que extrañó aquella cita, acudió con ansiedad y cuando estuvieron juntos, José, pensativo dijo; ya estoy aquí, de qué se trata.

Te he llamado, dijo Liborio, porque supongo que tú desearás mejorar tu situación; pues no has notado como está don Valeriano, cada día más absurdo, y como creo que hay modo de salir de él, quiero tratarse de eso, ¿qué te parece? ¿Qué hay que hacer? Dijo José Rosario fijando la vista en su compañero. Liborio se acercó, y poniéndole la mano en el hombro, le preguntó en voz baja: ¿tú eres buen cubano? A mí no se me pregunta eso, dijo José Rosario. Tú sabes, dijo Liborio, que hay cosas que no se pueden hablar con todo el mundo por… Y tú sabes, dijo José Rosario interrumpiéndolo, que yo soy diferente a todo el mundo y por eso te vuelvo a preguntar: ¿qué hay que hacer? Liborio se acercó más a José y en voz baja le dijo al oído:

-La independencia de nuestra patria.

José miró a los dos lados y satisfecho de no ser oído más que de Liborio, dijo: cómo, ¿tú también piensas en eso? Sí, dijo Liborio; pero… Yo solo no me atrevo y quiero saber si tú estás dispuesto a ser mi compañero. José Rosario se rascó la cabeza como queriendo recordar algo y se quedó pensativo. ¿Qué te pasa? dijo Liborio..

Ahora me recordastes tú, dijo Rosario, lo que le hicieron a Juan Pascual y a Pío el año 44, y por eso… Pero yo no tuve la culpa, contestó Liborio algo turbado, eso lo hizo don Leopoldo que era lo mismo que don Valeriano. Si; los dos son malos, dijo José, pero lo mismo con don Leopoldo que con don Valeriano, tu siempre ha sido mayoral, mientras ellos te tratan bien, no te acuerdas de la dotación, y cuando te hacen algo eres el primero en gritar.

(…)

Cuerazo que guanta congo, sambiampungo va contando -dijo José Rosario. Eso decía un viejo talanquero y no se me olvida tampoco: pero si eso es verdad, los cuerazos que se dieron el año cuarenta y cuatro, deben estar apuntados en alguna libreta, ¿no lo crees Liborio? Precisamente por eso es necesario unirnos para averiguar quién tuvo la culpa de esa desgracia, dijo Liborio.

¿Hó? -Dijo José Rosario dejando ver parte de su blanca dentadura y oprimiendo el cabo de su machete, cada vez que recuerdo que lo juró mi primo Plácido sobre la tierra endurecida, no se ha cumplido por ninguno de nosotros dos, quisiera tener los recursos que tienes para cumplirlo yo solo. Liborio asombrado de la rápida resolución de aquel hombre, le dijo: ¿has pensado en lo peligroso de esa empresa, José? Con que tú me convidas para estar pensando en el peligro que corremos; ahora, te pregunto yo a ti. ¿Tú eres buen cubano? dijo José Rosario y fijó la vista en Liborio.

-Pero no soy fuerte como tú, contestó Liborio aflijido.

No importa, dijo José Rosario; lucharemos juntos y tomaré la parte más difícil para mí como más fuerte. Ve tranquilo y cuando llegue la hora me vuelves a poner la mano en el hombro, pero eso sí, con una sola condición.

¿Cuál? dijo Liborio con ansiedad.

Que el primero de los dos que trate de hacer traición debe morir a manos del otro, dijo José Rosario. ¿Aceptas? Y figuró en su compañero una mirada tal, que aquél, comprendiendo lo que aquella pregunta significaba, miró con asombro a su fe y algo pálido y vacilante, contó: Acepto.

Desde aquel día y aquella hora, quedó firmado un pacto de honor entre aquellos dos cubanos que tomando sólo a Dios por testigo, juraban romper las cadenas que los envilecían y degradaba ante los hombres libres.

Julián V. Serra

(Existe un segundo artículo, continuación de este)