El vitoreo suicida

Por Julio Cesar Guanche

He oído a Javier Milei, el recién electo presidente de Argentina, citar con admiración a Jeremy Bentham. Es una referencia consistente para el ultralibertario:

Bentham aseguraba que los derechos humanos eran “disparates sin fundamento”: una doctrina confusa y peligrosa, amenazante para los estados y para la estabilidad y equilibrio de la sociedad.

El de Bentham era un programa conscientemente antidemocrático: la democracia en ese momento —desde hacía dos milenios—, era sinónimo de poder de la muchedumbre, de la turba, “tiranía de la mayoría”, poder de la plebe.

Por supuesto, no es esto lo que aparece cuando se busca por el universo ideológico y cultural de Milei. Lo que se encuentra más rápido son referencias comprobadas a plagios, mentiras compulsivas, minimización de los costos graves de la Covid 19, frases hacia mujeres como “gorda hijadeputa incogible”, clonación de perros muertos, tarots, médiums, telepatía con animales, negación de las víctimas de la dictadura militar argentina, etc.

Estas “locuras” hacen perder de vista cuestiones bastante más profundas. Entre ellas, la consistencia entre Bentham y Milei en torno a la democracia y la república.

Ambos defienden un programa expresamente antirrepublicano:

1.- La destrucción de todo vínculo entre libertad y propiedad, como diseño socioinstitucional que garantice condiciones materiales de reproducción de la vida, que puedan producir al mismo tiempo libertad y justicia. Eso permite estructurar un proyecto autoritario con un lenguaje que habla de libertad, pero es un ideal contrario a casi todas las versiones, incluso liberales, comprometidas con alguna noción de democracia. Unos pocos ejemplos al canto: John Stuart Mill sostuvo la incompatibilidad de la democracia con la pobreza o la miseria. Adam Przworski explica que las instituciones en la democracia se soportan en una determinada distribución de los recursos entre los participantes en ella y que esos recursos no sólo son ideológicos sino, también, económicos y organizativos. Robert Dahl fundamentó que desigualdades extremas “…en los ingresos, las riquezas, el status, la instrucción,… equivalen a desigualdades extremas en las fuentes del poder político” .

2.- La destrucción del Derecho y la ley como garantía de protección del más débil y como soporte del autogobierno de una comunidad política. Es la negación de la idea de soberanía popular, que es el fundamento de la doctrina moderna sobre la democracia. La destrucción de las instituciones sea un ministerio de la mujer, o del Banco Central, es la expropiación de derechos adquiridos por prácticas sociales de muy larga data. Es la destrucción de toda noción de bien público, y de la política como bien común, su promesa fundadora, no por violada menos inexcusable.

3.- La destrucción de toda noción de responsabilidad social de la propiedad, que reivindica todos los derechos para el propietario y ningún derecho ante la propiedad, para los excluidos de ella, o con acceso restringido a ella. Con ello, la propiedad es un recurso para establecer “isonomías oligárquicas” con “formas” democráticas. Es esa un tipo de solución a la tensión capitalista entre igualdad formal “de todos” ante la ley y la desigualdad material en el acceso a los recursos. Es una solución que convierte a la primera en una sombra de sí misma, pues valoriza en exclusiva la democracia como sistema de reglas, y la hace desentenderse de sus consecuencias sociales.

La pareja capitalismo y democracia enfrenta hoy desafíos globales sin precedentes, algunos acaso terminales, entre ellos la crisis climática y la desigualdad creciente, a los que propone unos pocos y paupérrimos paliativos. Autores no “comunistas” como Shoshana Zuboff o Larry Diamond hablan de una «recesión democrática», espoleada por la relación conflictiva entre mercados y democracia.

Freedom House, nada sospechosa de radicalidades, señaló en su informe de 2018 que en los últimos años “la democracia está en retroceso” en todas las regiones del planeta, incluidos países con sistemas democráticos considerados estables y consolidados”.

Si los fascismos históricos gritaban “viva la muerte”, los autoritarismos 2.0 de hoy gritan “viva la libertad” en un orden de sentido similar: desconocen que la desigualdad mata (el negacionismo anticovid de Milei sirve para esconder que se podrían haber evitado nueve millones de muertes por la covid), o que no hay ninguna idea de desarrollo compatible con el aumento de la pobreza (hasta el Banco Mundial y el FMI han “desaconsejado” la dolarización propuesta por Milei).

La incapacidad por parte de gobiernos progresistas de lidiar con problemas fundamentales como inflación y corrupción, ha traído parte de estos lodos. Sin embargo, también hay mucho desvío interesado de atención en ello.

Al filo de la mitad del siglo XX, Karl Polanyi argumentó que la expansión de los mercados libres capitalistas tenían su contracara en el aumento de autoritarismos societales, y de regímenes despóticos, que se ofrecían como respuesta para cerrar las brechas abiertas por el mercado ( “un buen sirviente, pero un pésimo amo”) sobre el tejido social. Esa brecha es hoy un abismo en casi todas partes.

En nombre de la libertad de Bentham y de Milei, veremos más autoritarismo, con probablemente más versiones paramilitares en la propia Argentina. Veremos más represión y criminalización de la protesta social. Veremos aún más destrucción social, cultural y y ambiental.

La conexión es obvia: el experimento pionero “exitoso” de neoliberalismo en la región fue bajo la dictadura de Pinochet. Ese programa no podía funcionar en un contexto mínimamente democrático. Sabiéndolo, Milei se ha mostrado con motosierras en las manifestaciones (un recuerdo vívido de la cultura paramilitar de la motosierra en Colombia).

La celebración del triunfo de Milei es el vitoreo suicida de los lenguajes antiderechos, de los ecocidios, de la naturalización de la desigualdad y la pobreza. Una muestra sintomática del lugar donde nos encontramos hoy, un momento que tanto recuerda a la década de los 1930. Es el vitoreo suicida de la destrucción entusiasta de la democracia, un patrimonio común de al menos dos mil años de luchas sociales, en nombre de una versión fementida de ella.