Por Julio César Guanch
En enero de 2008 Antón Arrufat me llamó para pedirme un texto sobre un libro de ensayos suyos, que debía exponer en un coloquio dedicado a su obra, en la Feria del Libro de ese año. Yo venía de trabajar por muchos años en el Instituto Cubano del Libro, y de haber trabado una hermosa amistad con Antón, amistad que pasaba también por el no menos querido Jorge Angel Pérez. En ese trato, quise y admiré profundamente a Antón. Ahora, pienso, no estoy seguro de habérselo dicho claramente.
Amanezco con la noticia de su muerte. Y recuerdo nítidamente su sonrisa, su cariño, su conversación, y pienso en la enorme, inderrotable, dignidad de su vida. Lo hago con tristeza, preso de una soledad que cada día se me aparece más insalvable.
Lo que sigue es aquel texto de entonces, que Antón, al terminar, me agradeció a solas, con un gesto muy suyo, y que guardo en mi memoria, para saber cómo se debe agradecer. Fue esa también, “Gracias”, la palabra con que cerró su discurso de aceptación del Premio Nacional de Literatura. Muy pocas veces he escuchado pronunciar esa palabra como él lo hizo aquel día.
primero
En 1954 apareció en La Habana Diálogos sobre el destino, de Gustavo Pittaluga. El destino referido en el título era el de un cuerpo nacional: el cubano. En las palabras preliminares al libro, Jorge Mañach escribió: “Más de una vez he aludido a la confiada imagen que de Cuba solemos hacernos como una “isla de corcho” que jamás se hunde, sin que nuestro fácil optimismo advierta que eso nos declara también fofos y leves, flotando a la deriva por las aguas de la Historia”.
Como mismo se aseguraba, siglos atrás, que el hombre blanco estaba imposibilitado por naturaleza para el trabajo intenso bajo el “ardiente sol tropical”, con lo cual eran los negros los únicos provistos por la biología para los menesteres propios del sudor; muchos, en continuidad, aseguran que el trópico es geografía poco propicia para el ejercicio del recogimiento y la meditación, para ser, “como sabemos”, pasto fecundo del relajo y la pachanga. Así, lo fofo y lo leve parecen inscritos en la consistencia de nuestro paisaje histórico.
Un pensador piensa un solo tema, aseguraba Heidegger. Si un solo tema tiene el hombre discursivo que firma con el pseudónimo de Antón Arrufat es el de la densidad histórica de un cuerpo nacional: el cubano, y de la hondura y la vastedad de su reflexión sobre sí mismo.
Pero, antes, es necesario precisar: Antón Arrufat es el pseudónimo de un ensayista del siglo xx cubano, olvidado desde la propia aparición de este libro junto a toda su tradición: el pensamiento de ilustres desconocidos como Luis Rodríguez Embil, Francisco José Castellanos, Emilio Gaspar Rodríguez, y un poco más allá también Fernando Llés y acaso Medardo Vitier.
Si Diálogos con el destino era en efecto un intento de producir una reflexión sobre Cuba que fuese más allá de un pensamiento “de andar por casa”, habrá encontrado continuación en El hombre discursivo. Parecerá una curiosidad, pero, en rigor, este libro es continuación de otros que le preceden en sesenta años y no de los que han visto la luz en los últimos diez. Sin embargo, Arrufat no debería perder el consuelo: como aseguraba Ernest Renan, autor sobre el cual he de volver, “el modo de tener razón en el futuro es resignarse a estar pasado de moda”.
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