Mario Coyula Cowley
Por Hilario Rosete y Julio Cesar Guanche
(Hace muchos años —creo que en 1999— le hice, junto a mi fraterno Hilario Rosete, esta entrevista al arquitecto y urbanista Mario Coyula. Hoy, en homenaje a su muerte, acaecida ayer 7 de julio de 2014, reproduzco aquí sus palabras. Fue concebida para la revista universitaria Alma Mater. Puede más el ánimo de rendirle respeto, que lo que haya en estas páginas de «pecados de juventud» por parte de sus entrevistadores.)
Revista Orígenes. 1947. Lezama Lima escribe: «Existe entre nosotros otra suerte de política, otra suerte de regir la ciudad de una manera profunda y secreta.» Bajo ese presupuesto, y para revelar, entre varias esencias, cómo se apropiaban de La Habana los alumnos de la Escuela de Arquitectura durante la década del cincuenta, Alma Mater convoca a Mario Coyula (La Habana, 1935), miembro del Directorio Revolucionario, y coautor de obras premiadas como el Parque Monumento a los Mártires Universitarios, en Infanta y San Lázaro, y del Mausoleo a los Héroes del 13 de marzo, en el Cementerio de Colón, que recuerdan la gesta de los estudiantes de la UH en las luchas revolucionarias. «En verdad en aquellos años había todo un territorio universitario, extendido más allá de los muros de esa especie de Acrópolis que es la Colina», dice el hoy director del Grupo para el Desarrollo Integral de la Capital. Presidente, desde su creación en 1978 hasta 1989, de la Comisión de Monumentos de la ciudad, e incansable luchador por el ensanche del término, «monumento no es solo lo más antiguo, singular o lujoso», Coyula en verdad ha pasado su vida profesional «cruzando de un campo a otro». Para él, los principios del equilibrio ecológico —diversidad, mantenimiento de las acciones dentro de la capacidad de carga de un sistema y su facultad de regeneración, garantía de la supervivencia— son aplicables a los núcleos poblacionales. Más que «especialista», le gusta llamarse «generalista».
La señalada extensión de los predios universitarios allende los muros de la Colina, ¿comprendía cuál área geográfica y respondía a cuáles factores?
Llegaba hasta la calle 23, por el norte; hasta Infanta, por el este; hasta la calle G, por el oeste, el hospital Calixto García pertenecía a la universidad; y se diluía hacia el sur más allá del Stadium y del parque Carlitos Aguirre. Era un área donde un policía no entraba solo, lo hacía en grupo, en plan de ataque. La amplitud de la zona estaba dada por el número de estudiantes y casas de huéspedes. En esa época la mayor parte de las carreras se estudiaban en La Habana. Igual se encontraban las Academias de Repaso, importantes sobre todo en Matemáticas y en Medicina, en especial en Anatomía. Para vencer el contenido de las asignaturas no bastaban las clases. Eran muy esquemáticas. Se agrupaban muchos estudiantes en una sola aula. A veces desde las últimas filas no se oía al profesor. Las academias cobraban barato y repasaban bien. No obstante, el centro de todo el territorio lógicamente era la Colina, vinculada a la ciudad —preciosa salida— a través de esa gigantesca escalinata, muy parecida a la de la Universidad de Columbia de Nueva York, mas, en mi opinión, mejor proporcionada, enmarcada por dos juegos de escaleras laterales. Abundando sobre las formas de «conquista» de la ciudad por los alumnos, iban desde untar con jabón las líneas de los tranvías para que estos rodaran San Lázaro abajo, hasta preparar las históricas manifestaciones de protesta, las cuales se dirigían hacia el monumento de José Martí en el Parque Central o hacia el paredón donde fusilaran a los Estudiantes de Medicina en la explanada de La Punta. La presencia estudiantil se extendía a los cafés, como el de la esquina de L y 27, frente a la casa de Don Fernando Ortiz, donde se alza hoy una librería, bodegones como el de Teodoro, en las cercanías del teatro El Sótano, en 27 y K, donde se producían animadas tertulias gastando lo menos posible en cerveza y butifarra (ni siquiera a quienes provenían de familias más acomodadas le sobraba tanto dinero), y bares como el del hotel Colina; y también en vivir en las casas de huéspedes, agrupadas por categorías. Había toda una gama, en calidad y en precios; unas solo para muchachas, «La Bombonera», por ejemplo; otras solo para varones; y una a medio camino: «La pajarera»… Era un mundo marcado, teñido por la presencia universitaria, que se disolvía al llegar a la Rampa. Allí se mezclaba con el resto de la juventud.
Para todos esos jóvenes, ¿qué cambios impuso el golpe de Estado de marzo de 1952?
Fue un golpe tremendo. Yo no recordaba situaciones vividas fuera de la democracia representativa. De cierta forma me sentí confundido, sorprendido. Pero desde el principio, conforme a la enseñanza recibida en el hogar, de tradición patriótica —mis antepasados pelearon en las guerras de independencia—, comprendí que sería algo intolerable. Sin embargo, no toda la juventud universitaria se alineó combativamente frente a Batista. Había gente desconectada de la política, a quien solo le interesaba recibirse de arquitecto y trabajar en su proyecto personal. Eran los «empujadores», que cuando la universidad se cerraba, seguían trabajando para presentar en fecha sus proyectos, convirtiéndose de hecho en rompehuelgas. La carrera de Arquitectura exigía materiales y equipos costosos. La mayoría de los estudiantes procedían de familias adineradas. Un graduado de escasos recursos casi nunca conseguía clientela. Fue una vanguardia, una minoría, quien enfrentó de forma activa el cuartelazo. Hubo otra masa, simpatizante con la oposición, pero evitando involucrarse. Trataban de sobrevivir sin buscarse mayores problemas. Con los años se hizo más evidente la necesidad de tomar partido, asunto muy peligroso, pero hay cosas que si tú no las haces de joven…
¿Hoy puede considerarse como centro histórico el espacio universitario descrito?
Sin dudas. De cara al I Congreso del Partido se rescataron los letreros de protesta escritos por los estudiantes en las paredes ubicadas en torno a la UH, aunque no se logró marcarlos y separarlos del resto del edifico mediante cenefas metálicas, las cuales, además, les habrían servido de alumbrado nocturno —deberíamos ahora rehacer ese trabajo, las leyendas están casi borradas—. Según la idea original, el Memorial Mella vincularía en un área común estas paredes, el propio monumento a Mella, el parque próximo al hotel Colina, y el lugar donde cayó José A. Echeverría. A propósito, es lamentable que el mártir del 13 de marzo no tenga aún en La Habana un mausoleo a la altura de su figura. Me molesta el recuerdo generalizado guardado de él: un muchacho corpulento y valiente, de mejillas sonrosadas, muerto en combate y nada más. José Antonio era un joven de veinte y cinco años con un desarrollo político, una capacidad para aglutinar y una postura antimperialista impresionantes.
Hablando de José Antonio, ¿cómo sería un edificio diseñado por él?
No sabría decirles. Aunque él se adscribía definitivamente al movimiento moderno. En aquella época en la Escuela de Arquitectura predominaba un rechazo despectivo, burlón, hacia todo lo anticuado. Ninguno de nosotros estimaba el valor del Capitolio, o de la propia Universidad de La Habana. Sí les puedo asegurar que sería un edificio moderno, racional. José A. Echeverría, Julio García Oliveras, Osmany Cienfuegos, Emilio Escobar y otros compañeros, formaban parte tanto de nuestra vanguardia política como de nuestra vanguardia artística. Quisiera destacar dos rasgos de José Antonio vitales para cualquier líder estudiantil: su desprendimiento, y su forma peculiar de comunicarse con los demás. Para él todas las personas eran importantes.
La ciudad. Los hombres. La Historia como ayuda eficaz para entender el presente y prever el futuro. Dando un salto en el tiempo, ¿qué sería necesario considerar en la búsqueda de —según Roberto Segre— la «identidad cultural del entorno cubano del siglo XXI»? Seguir leyendo «La ciudad cuesta pero vale. Entrevista con Mario Coyula.» →
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