Descargar aquí el dossier completo al que se refiere esta carta
Por Humberto T. Fernández
Querido Guanche,
Quisiera compartir contigo algunos comentarios a propósito del dossier que has tenido a bien publicar sobre Alfredo Guevara. Agradecerte el dossier, va de suyo, aunque no deje de echar de menos un mayor empeño editorial en los textos compilados, tanto en el fondo como en la expresión. Las fotografías son de primera, por lo que revelan, por lo inédito de algunas de ellas, al menos para mí. No es mi intención polemizar directamente con ninguno de los textos aparecidos en el dossier, sino entablar conversación por esta vía con ideas expresadas en ellos —algunas sobre Alfredo Guevara, otras sobre el proceso político y las circunstancias históricas en que Guevara se vio inmerso desde joven, incluso desde antes de la Revolución Cubana, pues no es posible pensar en la Revolución y escribir sobre ella sin pensar y escribir sobre Alfredo Guevara.
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Creo haber visto a Alfredo Guevara una sola vez, y fue durante uno de esos llamados “eventos teóricos” paralelos a los Festivales de Cine Latinoamericano, al que pude asistir —en 1986 o 1987— gracias a los buenos oficios de un amigo que me facilitó una credencial. Oí hablar, eso sí, mucho sobre Alfredo Guevara, desde la dureza o el afecto; para unos, era un autócrata maledicente y perverso; para otros una persona muy culta, diligente y con un alto sentido del deber. El carácter de Alfredo Guevara es lo que menos debe interesar, lo verdaderamente importante es la obra que lo trasciende, analizar y juzgar esa obra. Sus contribuciones fundamentales las hizo: a) a la concepción y el diseño de las políticas culturales de la Revolución Cubana; b) al establecimiento de las líneas generales definitorias de lo que podría llamarse, con toda propiedad, escuela de cine cubano; c) a la creación y la gestión de la infraestructura de producción y el rostro institucional de esa escuela en la figura del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), tal vez la institución cultural por excelencia de la Revolución Cubana, la forja misma de la imagen a la vez más elaborada y más universal del proceso de construcción socialista en Cuba. En lo que sigue mi perspectiva es la de un común, alguien sin conexión personal o institucional con Alfredo Guevara.
La educación general, y la cinematográfica en particular, de quienes nacimos durante los primeros años de la Revolución y alcanzamos nuestra plena juventud en los ochenta era de una calidad ostensiblemente superior a la de quienes, nacidos en Cuba o no, crecieron por esa misma época, por ejemplo, en los Estados Unidos. En Cuba, mi generación tuvo amplio acceso no sólo a las cinematografías europeas de la posguerra —tanto del Oeste como del Este— , sino también a las de América Latina y el resto del entonces llamado Tercer Mundo. En aquellos años, a menudo se presentaban ciclos por directores o países, o por movimientos o períodos de la historia del cine, además de que se exhibía, tanto en los cines como en la televisión lo mejor de las producciones de Hollywood anteriores a 1959, así como de la «época de oro» del cine argentino y mexicano. Los nombres (y los rostros) de Monica Vitti o Gillo Pontecorvo, Claudia Cardinale o Jean-Luc Godard, Alain Delon o François Truffaut, Ingmar Bergman o Liv Ullmann, Andrey Tarkovsky o Serguey Bondarchuk, Akira Kurosawa o Toshiro Mifune, Glauber Rocha o Evaristo Marquez… se mezclaban con los de Jorge Negrete, Libertad Lamarque, Carlos Gardel, Hugo del Carril, Pedro Infante, Tintán o Cantinflas y los de Tony Curtis, Kirk Douglas, Katherine Hepburn, Bette Davis, Jack Nicholson o Marlon Brando… gravitando todos hacia esa galaxia, a la vez intemporal y ubicua, de la imaginación sin distinción de geografía, idioma o época.
Las políticas de exhibición de filmes extranjeros en Cuba estaban dirigidas a diseminar cultura general y cinematográfica y conocimientos históricos y a cultivar el buen gusto de la población de todo el país, sin excepción: el costo de una entrada era de un peso en El Vedado y en el más apartado pueblo del interior donde hubiera una sala de proyección. En cuanto a la producción nacional, apenas vi cine cubano en mi infancia y adolescencia —y ello por razones puramente biográficas, dada la antipatía política que sentían mis padres por la Revolución y dado que el cine cubano trataba, fundamentalmente, de la obra de la Revolución, de su épica, de su capacidad de defenderse y derrotar al enemigo interno y eterno, de su obra social… por lo que no era de extrañar que mis padres optaban por no ver «ese tipo de películas de propaganda». Después, en mi primera juventud, comencé a ver cine cubano y ya no pude dejar de asistir al estreno de ninguna película cubana. Miro hacia atrás y el cine cubano de los primeros veinte años de Revolución, por los temas, la dirección y la fotografía y el desempeño de los actores, me parece más ambicioso, más audaz, más original, de mayor calado que la filmografía cubana de los 80 que, aunque la recuerde con muchísimo afecto, me parece mucho más convencional, provinciana y repetitiva en sus perspectivas y tratamientos de la realidad de aquellos años.
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