La Constitución cubana de 1940: el estado como patrimonio común (III, final)

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Por Julio César Guanche

Es posible ubicar la Constitución cubana de 1940 dentro de lo que se conoce hoy como “modelo democrático constitucional”. Ello, porque su texto regulaba, sin prioridades excluyentes entre sí, los derechos civiles, políticos y sociales.

La concurrencia de diferentes “generaciones” de derechos era constitutiva de lo que se entendía en la fecha como una democracia crítica de su versión liberal. Esta visión fue provista por la vasta ola democratizadora que siguió al triunfo del antifascismo.  Consagraba la “cuestión social” y defendía el control social de lo político, recurriendo, por ejemplo, en un número amplio de países europeos, al parlamentarismo como recurso de defensa y promoción de la soberanía.

No obstante, el carácter social de la Constitución de 1940 ha sido su rasgo más celebrado.

El constitucionalismo social —elaborado primero en México (1917), Rusia (1918) y Alemania (1919) y codificado en mayor número de países hacia la posguerra— buscó su legitimación más en la democracia que en la reglamentación formal del ejercicio político.

La alternativa  crítica al liberalismo oligárquico y elitario dio prioridad tanto a la libertad como a la justicia. Reformuló el marco mismo de comprensión de los derechos, que no se remitirían solo a individuos, sino también a grupos y clases. En ello, postuló el control social de la libertad y reorientó los derechos en defensa de los más desprotegidos: mujeres trabajadoras embarazadas, niños, arrendatarios, aparceros.

Para la época, la democracia como mecanismo de selección de elites era solo una de las concepciones en disputa. Después, como sucedió en el periodo de las transiciones a la democracia formal en la América latina de los 1980, esta noción procedimental derrotó a otras concepciones de la democracia.

Entre estas últimas se encontraba la idea de democracia como ejercicio interdependiente de derechos sociales y políticos, encuadrado en una vida cívica activa, que recogía la Constitución de 1940. Con esta visión, pretendía hacer parte a las masas del estado antes perteneciente como patrimonio exclusivo a las elites.

Ahora bien, esa carta magna ha sido sometida a numerosas críticas.

Los mismos constituyentistas reconocían que el texto podría quedar “en su mejor parte, en el limbo de las buenas intenciones si las leyes complementarias no fuesen prontamente votadas por el Congreso”. Para muchos, se agotó en su carácter programático, declaratorio de principios, pues no habilitó los cauces jurídicos necesarios para su cumplimiento. Una década después de promulgada solo se habían dictado, según Ramón Infiesta, diez de las setenta leyes especiales pendientes.

También ha sido cuestionado su “casuismo”, pretensión de “exhaustividad” y “reglamentarismo”, que la hacía “inoperante”. Ciertamente, el texto de 1940 es extenso: contiene al menos cien artículos más que las constituciones, también de alto contenido social, de España (1931), Italia (1947) o Argentina (1949).

Uno de los blancos predilectos de la crítica al “reglamentarismo” ha sido la consagración en el texto de 1940 del salario del maestro, que debía ser equivalente, como mínimo, a una millonésima parte del presupuesto nacional. Sin embargo, es posible apreciar aquí algo más profundo que la mera vocación reglamentista.

Esa disposición, como otras similares, buscaba conectar las disposiciones formales de atribución de derechos, ubicadas en la parte dogmática de la constitución, con las obligaciones materiales de satisfacerlos, construyendo, también en el texto constitucional, la interrelación entre derechos. Impugnaba la escisión, de raíz liberal, entre la política y la economía que dejaba intacta la desigualdad social, al tiempo que afirmaba la libertad política del ciudadano. Antes que reglamentista, es más útil considerarla entonces como “garantista”.

Además, la Constitución de 1940 fue víctima de las contradicciones que dejó en pie en el modelo que pretendió impulsar. La imposibilidad de ese marco para encarar problemas centrales de la sociedad cubana —como la corrupción, el latifundio, la polarización ciudad-campo y la subindustrialización—, contribuyó a la ineficacia del texto constitucional.

Entre 1941 y 1947, la inflación ascendió a 60% contra 25% de aumento en los salarios reales de los trabajadores. El censo de 1953 mostró una cifra de personas analfabetas en las zonas rurales mayor a la reportada por el censo de diez años atrás. En 1950 había un maestro urbano por cada 18 niños de edad escolar, pero un solo maestro por cada 159 niños en zonas rurales.

En el lapso de su vigencia (1940-1952) previa al triunfo revolucionario de 1959, la economía no se diversificó desde el punto de vista industrial. Los intentos de la burguesía no azucarera para conseguir este propósito fueron derrotados. Si bien el texto constitucional proscribió el latifundio, en la práctica no fue modificado. La producción del campo siguió comprometida en lo fundamental por el monocultivo. Los avances de las reformas sociales no pudieron expandirse, pues funcionaban también dentro de redes de clientelismo y corrupción.

Estos procesos no contaban con posibilidades eficaces de control democrático social ni parlamentario. La recuperación de la lógica del “Estado botín” se oponía así a la promesa de convertir al Estado en un patrimonio de la sociedad.

Es posible apreciar la dimensión del legado de 1940 desde otra perspectiva. Esto es, si el análisis de su eficacia se mira como un proceso de más “larga duración” que visibilice mejor la dimensión sociopolítica de aquello a lo que se enfrentó —el “Estado plantación”— y de aquello por lo que fue derrotado: la dictadura de Fulgencio Batista.

El estado oligárquico y la dictadura batistiana —que fue también “dictadura” en su política económica, como muestra la firma del Convenio de Londres, que imponía restricciones a la producción azucarera mientras el régimen reprimía las resistencias sociales ante las consecuencias de esta medida— eran enemigos del tipo de democracia que representaba la Constitución de 1940. No por casualidad, fue esta la gran bandera de lucha de las generaciones revolucionarias de los 1950 que buscaban tanto libertad como justicia.

http://www.telegrafo.com.ec/cultura1/item/la-constitucion-cubana-de-1940-el-estado-como-patrimonio-comun-iii-final.html

La importancia de saber por qué la Revolución francesa no fue una “revolución burguesa”

 

Florence Gauthier

 

 

por Florence Gauthier

La tradición marxista ha solido ver en las revoluciones de la libertad y de la igualdad –que precedieron a lo que se ha llamado “la revolución proletaria” inaugurada por la Revolución rusa— “revoluciones burguesas”. Es sabido que Marx dejó elementos de análisis que presentan momentos diferentes y aun contradictorios de su reflexión, conforme a la evolución de sus conocimientos y de su comprensión de la Revolución francesa. El esquema interpretativo que discutiremos aquí fue producido, no por Marx, sino por la tradición marxista, y no es, como tal esquema, sino una interpretación de los distintos análisis dejados por Marx. Sin embargo, no me propongo aquí reconstruir el proceso que llevó a la cristalización de ese esquema interpretativo: ese trabajo está por hacer, y yo diría que es urgente hacerlo. Lo que me propongo es más bien discutir si ese esquema se corresponde con la realidad histórica. Para situar el problema, me limitaré al ejemplo de lo que se llama “la Revolución francesa”. Y querría empezar recordando sumariamente los quebraderos de cabeza a los que algunos grandes historiadores marxistas han sucumbido a la hora de hacer cuadrar los resultados de su investigación historiográfica con el esquema interpretativo de la “revolución burguesa”.

A comienzos del siglo XX, se entendía la Revolución francesa como “revolución burguesa” en el sentido de que la dirección política de la revolución se habría mantenido en manos burguesas, pasando de una fracción de la burguesía a otra. Las tareas de esa revolución habrían ido cumpliéndose bajo la presión de un movimiento popular concebido como incapaz de pensar y, por lo mismo, incapaz de desempeñar el menor papel dirigente.

Con todo, puesto que se trataba de una revolución “burguesa”, había que buscar la existencia de un embrión de “proletariado”. Y así se llegó a interpretar la presencia de los enragés, de los hebertistas o de los babuvistas como pequeños grupos “comunistas”, présago del movimiento futuro, el de la “revolución proletaria”.

Esta interpretación se halla ya en Jean Jaurès, en su Historia socialista de la Revolución francesa. Sin embargo, la obra rebasa por mucho ese esquema interpretativo gracias a la publicación de numerosos documentos, a veces in extenso, que dejan oír las voces múltiples de los revolucionarios y que muy a menudo contradicen el esquema interpretativo. [1].

Albert Mathiez reaccionó a esta interpretación “marxista” de una revolución “burguesa” que hacía incomprensible el acontecimiento histórico: no se privó de hablar de una “enorme necedad”, una y otra vez repetida por “dóciles escoliastas”. [2]

El esquema terminó estallando tras la publicación de las grandes monografías basadas en trabajo de erudición, y consagradas por vez primera a los movimientos populares, escritas por  Georges Lefebvre y sus discípulos, Richard Cobb, George Rudé, Albert Soboul y Kare Tonnesson. Lefebvre arrojó luz sobre la presencia de una revolución campesina autónoma en sus expresiones y en sus formas de organización y de acción [3]. Sus alumnos realizaron un trabajo de parecida magnitud para las ciudades, arrojando luz sobre la revolución sans-culotte [4]. El pueblo recuperó entonces su nombre y su dignidad. La “revolución burguesa” quedó petrificada. La tesis de Soboul escandalizó al descubrir lo que la historiografía conservadora ahora dominante busca disimular como sea: la democracia comunal, viva, ideadora de nuevas formas de vida política y social apoyadas en la ciudadanía y la soberanía popular, creadora de un espacio público democrático, alimentada por los derechos humanos y ciudadanos y aun inventora ella misma –de concierto con la revolución campesina— de un nuevo derecho humano: el derecho a la existencia y a los medios para conservarla. En suma: el descubrimiento de un verdadero continente histórico desconocido hasta la aparición de esos trabajos académicamente eruditos.

Sin embargo, Lefebvre y, luego, Soboul trataron de encuadrar la revolución popular autónoma en el esquema sedicentemente “marxista” de la “revolución burguesa”. Curiosa invención: contra la democracia comunal, Robespierre y la Montaña habrían instituido la llamada “dictadura del gobierno revolucionario”, que vendría a ser una suerte de reacción termidoriana avant la lettre y cuyo objetivo no sería otro que desbaratar el impulso democrático. Esta invención resulta asombrosa e incomprensible, desde luego. Pero no dejó de abrir brechas en distintos planos del esquema anterior. Seguir leyendo «La importancia de saber por qué la Revolución francesa no fue una “revolución burguesa”»

 

PADRE
Padre,
decidme qué
le han hecho al río
que ya no canta.
Resbala como un barbo
muerto bajo un palmo
de espuma blanca.
Padre,
que el río ya no es el río.
Padre,
antes de que vuelva el verano
esconda todo lo que tiene vida.

Padre,
decidme qué
le han hecho al bosque
que no hay árboles.
En invierno
no tendremos fuego
ni en verano sitio
donde resguardarnos.
Padre,
que el bosque ya no es el bosque.
Padre,
antes de que oscurezca
llenad de vida la despensa.

Sin leña y sin peces, padre
tendremos que quemar la barca,
labrar el trigo entre las ruinas, padre,
y cerrar con tres cerraduras la casa
y decía usted,

padre,
si no hay pinos
no se hacen piñones,
ni gusanos, ni pájaros.
Padre,
donde no hay flores
no hay abejas,
ni cera, ni miel.
Padre,
que el campo ya no es el campo.
Padre,
mañana del cielo lloverá sangre.
El viento lo canta llorando.

Padre,
ya están aquí…
Monstruos de carne
con gusanos de hierro.
Padre,
no tengáis miedo,
decid que no,
que yo os espero.
Padre,
que están matando la tierra.
Padre,
dejad de llorar
que nos han declarado la guerra.

 

Padre, de Juan Manuel Serrat

Marxismo: el debate está de vuelta. David Harvey sobre Thomas Piketty

Piketty

David Harvey

 Thomas Piketty ha escrito un libro llamado El Capital en el Siglo XXI que ha causado un cierto revuelo. Defiende los impuestos progresivos y un impuesto global sobre la riqueza como la única forma de contrarrestar las tendencias hacia la creación de una forma de capitalismo “patrimonial” marcada por lo que califica como desigualdades de riqueza y renta “aterradoras”. A su vez, documenta de una forma minuciosa y difícil de refutar, cómo la desigualdad social tanto en riqueza como en renta ha evolucionado a lo largo de dos siglos, con un énfasis particular en el rol de la riqueza. Destruye la idea ampliamente extendida de que el capitalismo de libre mercado extiende la riqueza y que es el mayor bastión en la defensa de libertades individuales. El capitalismo de libre mercado, cuando se hayan ausentes las intervenciones redistributivas del Estado produce olgarquías antidemocráticas, tal y como demuestra Piketty. Esta demostración ha dado alas a la indignación liberal mientras que ha enfurecido al Wall Street Journal.

El libro se ha presentado a veces como el sustituto del siglo XXI a la obra del XIX de mismo título de Karl Marx. Piketty ha negado que ésta sea su intención, lo cual parece justo dado que su libro no trata en absoluto del capital. No nos explica por qué se produjo el crash de 2008, ni por qué está le está costando tanto tiempo salir a la gente del mismo bajo la carga doble del desempleo prolongado y los millones de hogares desahuciados. No nos ayuda a entender por qué el crecimiento  se halla ahora mismo ralentizado en los EEUU en comparación con China, ni por qué Europa se halla atrapada entre las políticas de austeridad y el estancamiento económico. Lo que piketty nos muestra mediante estadísticas (y ciertamente estamos en deuda con él y sus colegas por ello) es que el capital ha tendido a crear, a lo largo de su historia, niveles cada vez mayores de desigualdad. Esto, para mucho de nosotros, no es ninguna noticia. Era exactamente la conclusión teórica de Marx en el Volumen Primero de su versión del Capital. Piketty no resalta esto, lo cual no es ninguna sorpresa, ya que para defenderse de varias acusaciones de la prensa de derechas de que se trata de un criptomarxista, ya ha señalado en varias entrevistas que no ha leído el Capital de Marx.

Piketty recoge muchos datos para apoyar sus argumentos. Su explicación de las diferencias entre renta y riqueza es útil y convincente. Y desarrolla una defensa razonable de los impuestos sobre sucesiones, la tributación progresiva y un impuesto global a la riqueza como un posible antídoto (aunque con toda seguridad, inviable políticamente) a la creciente concentración de riqueza y poder. Seguir leyendo «Marxismo: el debate está de vuelta. David Harvey sobre Thomas Piketty»

Liberalismo y democracia: de dos historias a una Europa 1919-1960, desde Max Weber hasta Norberto Bobbio

 

cortes de Cádiz

Por Antonio Annino

Las reflexiones que siguen tratan de la invención y el desarrollo en la Europa del “siglo breve” de un potente paradigma historiográfico que pensó los siglos xix y xx como dos etapas de un único desarrollo modernizador.

Gran parte de la historiografía llegó por este camino a la idea de que en el siglo xx, a pesar de las dos guerras mundiales, se cumplieron muchas de las expectativas, de los proyectos, de los valores del siglo xix. Sin embargo, hoy esta visión optimista de la continuidad no nos convence. Nótese de paso que aquella visión fue en cierto sentido “universal”: fue compartida en Europa y en América Latina, a pesar de las diferencias históricas. Fue realmente una visión del mundo más que una sencilla tesis historiográfica. Entonces, ¿por qué hoy la ponemos en tela de juicio? Sin duda hay varias explicaciones. Una es el desencanto con los procesos de modernización. Después de las guerras ideológicas del “siglo breve”, una globalización sin control ni governance amenaza los derechos más elementales de la ciudadanía. Por primera vez vivimos en unas economías desocializadas, por primera vez no se logra imaginar el mundo diferente de lo que es, y por primera vez lo que antes se llamaba capitalismo se mueve en una esfera de ilegalidad cada vez más extensa.

Otra explicación es el ocaso de la imagen triunfante del siglo xix, típica de la tradición historiográfica europea. A lo largo de casi todo el siglo xx, los historiadores del Viejo Mundo se imaginaron un siglo xix lleno de triunfos: de la burguesía, del Estado, de la nación, del liberalismo, etc. Tampoco las historiografías críticas, como la marxista o la conservadora, ponían en duda esta visión. Hoy, aquel siglo es percibido como una época difícil, fragmentada, llena de experimentos políticos de corta duración, que logró por supuesto consolidar nuevas sociedades y nuevas instituciones, pero, al mismo tiempo, sin aquella continuidad de los procesos constituyentes que las historiografías de lo moderno celebraron y/o criticaron. De manera que hoy las conexiones entre los siglos xix y xx perdieron el carácter evidente de antes, legitimando la necesidad de reflexionar críticamente sobre el paradigma que vamos a tratar.

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La Constitución cubana de 1940: el estado como patrimonio común (II)

1940

Por Julio César Guanche

La Constitución cubana de 1940, aprobada en un momento de gran consenso nacional, recogió en clave reformista parte importante de las demandas de la revolución popular de 1930-1933.

La calificación de “reformista” no tiene, a priori, ribetes críticos. Refiere a que fue comprehensiva de demandas de diversos actores, y a que, por ello, experimentó consensos en torno a problemas fundamentales, como la intervención del Estado en la economía, recogió tensiones correlativas al intento de conciliación de propuestas diferentes entre sí y contuvo las demandas más radicales.

El “reformismo” del texto cubano enfrentó las tres cuestiones claves que constituían el núcleo de los socialismos latinoamericanos de su momento: las cuestiones agraria, obrera y nacional. En varios países, como México, Perú y Ecuador, la cuestión étnica resultaba también fundamental, pero en Cuba la “raza” ocupaba su lugar.

Ramiro Guerra imaginó el programa reformista de una «nueva Cuba» pos1930: luchar contra el latifundio, como régimen de explotación de la tierra, destructor de la economía, de la organización social y de la soberanía política y de la independencia nacional, sin que ello conllevara una acción contra la industria azucarera ni contra el capital nacional o extranjero.

En esa senda, la Constitución de 1940 proscribió el latifundio, estableció el reparto de tierras, y la construcción de casas, en forma de cooperativas — que serían llamadas “José Martí” y se organizarían a nivel municipal—, con el fin de adquirir tierras laborables y construir casas para campesinos, obreros y empleados pobres. Seguir leyendo «La Constitución cubana de 1940: el estado como patrimonio común (II)»

Pablo Pacheco López y la persistencia de la cultura rebelde

Pablo Pacheco

Pablo Pacheco

(Ha muerto, tambien, Pablo Pacheco. Para él toda mi admiración y todo mi afecto. Tuve el privilegio de su amistad, y de su sabiduría. Los buenos cubanos sabrán recordarlo en toda su dimensión. Pienso en Pacheco cuando imagino a un hombre completo. Amigo, compañero y ecobio, como él decía. Un revolucionario de verdad.)

Por Néstor Kohan

Cuando falleció Antonio Gramsci y pudieron recuperarse, por fin, sus célebres Cuadernos de la cárcel se tejieron mil anécdotas, un millón de análisis e incontables estudios sobre las lecturas del brillante pensador marxista. Pero tuvieron que pasar muchos, quizás demasiados años, para investigar: ¿Cómo obtuvo Gramsci sus libros en la cárcel? Recién allí emergió a la palestra el nombre de Piero Sraffa, que todo el mundo conocía por sus trabajos de economía política neoricardiana y su vínculo académico con Keynes, pero casi nadie sabía de su adhesión juvenil al marxismo y su solidaridad cotidiana, inquebrantable y sostenida con su amigo comunista prisionero al que le proporcionó libros y más libros durante años y más años…

Cuando aparecieron en 1932 los Manuscritos económico filosóficos de París de Karl Marx (hasta entonces inéditos) se armó un revuelo bárbaro. Treinta años después, el revuelo se convirtió en polémica internacional. Todos opinaban, desde el Che Guevara hasta los teólogos jesuitas de la Iglesia oficial del Vaticano, pasando por la socialdemocracia, los psicoanalistas freudianos, toda la gama de herejes y ortodoxos del marxismo, incluyendo las más altas cumbres de la filosofía del siglo XX: desde Sartre a Lukács. Pero casi nadie se preguntaba: ¿quién rescató del olvido ese texto fundamental de Marx? ¿Quién trabajó esos manuscritos y los editó con paciencia de hormiga? El nombre de David Riazanov (seudónimo de David Goldenbach) solo es conocido por algunos pocos especialistas y eruditos del marxismo y  si se lo conoce, es principalmente por su biografía de Marx y Engels, no tanto por su trabajo silencioso de editor en las sombras y ratón incansable de biblioteca sin cuyo esfuerzo hoy no conoceríamos esos pensamientos de Marx.

Los ejemplos podrían multiplicarse al infinito. Apellidos célebres y nombres desconocidos. Pensadores “famosos” y editores que han trabajado casi en el anonimato y la oscuridad, detrás de escena, para el triunfo de las ideas revolucionarias, socialistas y comunistas. Y si hasta ahora no se consiguió el triunfo, al menos su trabajo resultó imprescindible para encarar la batalla de ideas, sin la cual ninguna guerra de clases se gana en la historia.

El compañero cubano Pablo Pacheco López, además de amigo entrañable, fue (es) precisamente eso. Un ratón erudito de biblioteca, un trabajador y organizador de la cultura detrás de escena, un editor sistemático en la sombra y un rebelde de la cultura revolucionaria comunista internacional. Humilde hasta el límite de la exasperación, de perfil bajo, de hablar bajito, pausado y reflexivo, de sonrisa irónica y caminar cansino, Pablo Pacheco navegaba entre los libros como en su hábitat natural. Su oxígeno era el papel y la tinta. Tenía una biblioteca personal impresionante. Cada estante de su casa albergaba en doble fila los ejemplares más increíbles. Las joyas más preciadas, las ediciones más inesperadas. ¡Todas leídas y transitadas! Cualquier libro que uno sacaba con dificultad del estante más alto e inalcanzable… estaba leído. Los libros no eran para él un adorno, sino su alimento y su sangre, su impulso de vida. Seguir leyendo «Pablo Pacheco López y la persistencia de la cultura rebelde»

La ciudad cuesta pero vale. Entrevista con Mario Coyula.

Mario Coyula Cowley

Mario Coyula Cowley

Por Hilario Rosete y Julio Cesar Guanche

(Hace muchos años —creo que en 1999— le hice, junto a mi fraterno Hilario Rosete, esta entrevista al arquitecto y urbanista Mario Coyula. Hoy, en homenaje a su muerte, acaecida ayer 7 de julio de 2014, reproduzco aquí sus palabras.  Fue concebida para la revista universitaria Alma Mater. Puede más el ánimo de rendirle respeto, que  lo que haya en estas páginas de «pecados de juventud» por parte de sus entrevistadores.)

Revista Orígenes. 1947. Lezama Lima escribe: «Existe entre nosotros otra suerte de política, otra suerte de regir la ciudad de una manera profunda y secreta.» Bajo ese presupuesto, y para revelar, entre varias esencias, cómo se apropiaban de La Habana los alumnos de la Escuela de Arquitectura durante la década del cincuenta, Alma Mater convoca a Mario Coyula (La Habana, 1935), miembro del Directorio Revolucionario, y coautor de obras premiadas como el Parque Monumento a los Mártires Universitarios, en Infanta y San Lázaro, y del Mausoleo a los Héroes del 13 de marzo, en el Cementerio de Colón, que recuerdan la gesta de los estudiantes de la UH en las luchas revolucionarias. «En verdad en aquellos años había todo un territorio universitario, extendido más allá de los muros de esa especie de Acrópolis que es la Colina», dice el hoy director del Grupo para el Desarrollo Integral de la Capital. Presidente, desde su creación en 1978 hasta 1989, de la Comisión de Monumentos de la ciudad, e incansable luchador por el ensanche del término, «monumento no es solo lo más antiguo, singular o lujoso», Coyula en verdad ha pasado su vida profesional «cruzando de un campo a otro». Para él, los principios del equilibrio ecológico —diversidad, mantenimiento de las acciones dentro de la capacidad de carga de un sistema y su facultad de regeneración, garantía de la supervivencia— son aplicables a los núcleos poblacionales. Más que «especialista», le gusta llamarse «generalista».

La señalada extensión de los predios universitarios allende los muros de la Colina, ¿comprendía cuál área geográfica y respondía a cuáles factores?

Llegaba hasta la calle 23, por el norte; hasta Infanta, por el este; hasta la calle G, por el oeste, el hospital Calixto García pertenecía a la universidad; y se diluía hacia el sur más allá del Stadium y del parque Carlitos Aguirre. Era un área donde un policía no entraba solo, lo hacía en grupo, en plan de ataque. La amplitud de la zona estaba dada por el número de estudiantes y casas de huéspedes. En esa época la mayor parte de las carreras se estudiaban en La Habana. Igual se encontraban las Academias de Repaso, importantes sobre todo en Matemáticas y en Medicina, en especial en Anatomía. Para vencer el contenido de las asignaturas no bastaban las clases. Eran muy esquemáticas. Se agrupaban muchos estudiantes en una sola aula. A veces desde las últimas filas no se oía al profesor. Las academias cobraban barato y repasaban bien. No obstante, el centro de todo el territorio lógicamente era la Colina, vinculada a la ciudad —preciosa salida— a través de esa gigantesca escalinata, muy parecida a la de la Universidad de Columbia de Nueva York, mas, en mi opinión, mejor proporcionada, enmarcada por dos juegos de escaleras laterales. Abundando sobre las formas de «conquista» de la ciudad por los alumnos, iban desde untar con jabón las líneas de los tranvías para que estos rodaran San Lázaro abajo, hasta preparar las históricas manifestaciones de protesta, las cuales se dirigían hacia el monumento de José Martí en el Parque Central o hacia el paredón donde fusilaran a los Estudiantes de Medicina en la explanada de La Punta. La presencia estudiantil se extendía a los cafés, como el de la esquina de L y 27, frente a la casa de Don Fernando Ortiz, donde se alza hoy una librería, bodegones como el de Teodoro, en las cercanías del teatro El Sótano, en 27 y K, donde se producían animadas tertulias gastando lo menos posible en cerveza y butifarra (ni siquiera a quienes provenían de familias más acomodadas le sobraba tanto dinero), y bares como el del hotel Colina; y también en vivir en las casas de huéspedes, agrupadas por categorías. Había toda una gama, en calidad y en precios; unas solo para muchachas, «La Bombonera», por ejemplo; otras solo para varones; y una a medio camino: «La pajarera»… Era un mundo marcado, teñido por la presencia universitaria, que se disolvía al llegar a la Rampa. Allí se mezclaba con el resto de la juventud.

Para todos esos jóvenes, ¿qué cambios impuso el golpe de Estado de marzo de 1952?

Fue un golpe tremendo. Yo no recordaba situaciones vividas fuera de la democracia representativa. De cierta forma me sentí confundido, sorprendido. Pero desde el principio, conforme a la enseñanza recibida en el hogar, de tradición patriótica —mis antepasados pelearon en las guerras de independencia—, comprendí que sería algo intolerable. Sin embargo, no toda la juventud universitaria se alineó combativamente frente a Batista. Había gente desconectada de la política, a quien solo le interesaba recibirse de arquitecto y trabajar en su proyecto personal. Eran los «empujadores», que cuando la universidad se cerraba, seguían trabajando para presentar en fecha sus proyectos, convirtiéndose de hecho en rompehuelgas. La carrera de Arquitectura exigía materiales y equipos costosos. La mayoría de los estudiantes procedían de familias adineradas. Un graduado de escasos recursos casi nunca conseguía clientela. Fue una vanguardia, una minoría, quien enfrentó de forma activa el cuartelazo. Hubo otra masa, simpatizante con la oposición, pero evitando involucrarse. Trataban de sobrevivir sin buscarse mayores problemas. Con los años se hizo más evidente la necesidad de tomar partido, asunto muy peligroso, pero hay cosas que si tú no las haces de joven…

¿Hoy puede considerarse como centro histórico el espacio universitario descrito?

Sin dudas. De cara al I Congreso del Partido se rescataron los letreros de protesta escritos por los estudiantes en las paredes ubicadas en torno a la UH, aunque no se logró marcarlos y separarlos del resto del edifico mediante cenefas metálicas, las cuales, además, les habrían servido de alumbrado nocturno —deberíamos ahora rehacer ese trabajo, las leyendas están casi borradas—. Según la idea original, el Memorial Mella vincularía en un área común estas paredes, el propio monumento a Mella, el parque próximo al hotel Colina, y el lugar donde cayó José A. Echeverría. A propósito, es lamentable que el mártir del 13 de marzo no tenga aún en La Habana un mausoleo a la altura de su figura. Me molesta el recuerdo generalizado guardado de él: un muchacho corpulento y valiente, de mejillas sonrosadas, muerto en combate y nada más. José Antonio era un joven de veinte y cinco años con un desarrollo político, una capacidad para aglutinar y una postura antimperialista impresionantes.

Hablando de José Antonio, ¿cómo sería un edificio diseñado por él?

No sabría decirles. Aunque él se adscribía definitivamente al movimiento moderno. En aquella época en la Escuela de Arquitectura predominaba un rechazo despectivo, burlón, hacia todo lo anticuado. Ninguno de nosotros estimaba el valor del Capitolio, o de la propia Universidad de La Habana. Sí les puedo asegurar que sería un edificio moderno, racional. José A. Echeverría, Julio García Oliveras, Osmany Cienfuegos, Emilio Escobar y otros compañeros, formaban parte tanto de nuestra vanguardia política como de nuestra vanguardia artística. Quisiera destacar dos rasgos de José Antonio vitales para cualquier líder estudiantil: su desprendimiento, y su forma peculiar de comunicarse con los demás. Para él todas las personas eran importantes.

La ciudad. Los hombres. La Historia como ayuda eficaz para entender el presente y prever el futuro. Dando un salto en el tiempo, ¿qué sería necesario considerar en la búsqueda de —según Roberto Segre— la «identidad cultural del entorno cubano del siglo XXI»? Seguir leyendo «La ciudad cuesta pero vale. Entrevista con Mario Coyula.»