Por Raúl Roa
«Creo en el hombre, ser poderoso, creador del progreso, base de todos los goces de la tierra, y en la libertad individual, su único medio, móvil nuestro, que fue concebido por obra del humano organismo, nació con la virgen anarquista primitiva, padeció bajo el poder de la religión y el Estado; fue crucificado, muerto y sepultado en las personas de los propagandistas; descendió a los infiernos del feudalismo y al tercer siglo resucitó de entre los oprimidos, subió a los cielos de los gobiernos mesocráticos y está sentado a la diestra de la burguesía todopoderosa; desde allí ha de venir a juzgar y extinguir abusos y privilegios; creo en el espíritu del progreso incesante, en la escuela sociológica reformista-ácrata, en la resurrección de la justicia y en la vida perdurable del bienestar humano, por virtud de mis principios anarquistas. Amén».
Este credo no es, precisamente, el credo que yo comparto y suscribo y he rezado, más de una vez, a pecho descubierto y la pupila encendida, con desesperación esperanzada. No es este mi credo; pero, aún disintiendo sustantivamente de su fundamentación teórica y de su proyección facticia, lo respeto y admiro porque está legitimado, en la historia de la pugna por la integración plena del hombre, con sangre de mártires y aliento de héroes. Esta discrepancia radical con el ideario anarquista me sitúa en una posición que juzgo ineludible fijar de entrada. Hasta hoy, este curso, organizado por la Institución Hispano-Cubana de Cultura sobre las corrientes centrales del pensamiento político contemporáneo, ha venido desarrollándose, sin íntima ni externa disonancia por parte de los disertantes. Ninguno, en efecto, se ha visto bruscamente metido en el insólito trance de tener que soliviantarse a sí mismo y soliviantar a los demás. Me cabe a mí la comprometedora distinción de ser el primero. La responsabilidad de esta postura no me incumbe, afortunadamente, a mí solo: le incumbe, en proporción pareja, al doctor Fernando Ortiz, por haberme encomendado la peliaguda faena de encararme con el anarquismo.
Exponer y examinar una doctrina política no es lo mismo que examinar y exponer la composición química de un astro. Esto se puede hacer sin que su resultado, cualquiera que fuese, repercuta en la cúpula del Capitolio ni en el agio de la plata. No acontece así cuando se trata de un repertorio de ideas y emociones políticas, cuya movilización y prédica es capaz, por su naturaleza y alcance, de perturbar el proceso digestivo del régimen establecido. Y, muchísimo menos, si este repertorio de creencias es el que tiene por cabeza representativa a Miguel Bakunin, Cristóbal Colón sin América y Apóstol de la pandestrucción.
Quede ya puntualizado: La doctrina anarquista no es, propiamente, una doctrina: es una pasión y una fe. Una pasión y una fe al servicio de una clase social que, por «representar la total pérdida del hombre, sólo puede volver a encontrarse a sí misma, encontrando, de nuevo, al hombre totalmente perdido». Una pasión y una fe en trágica agonía por transfundir a la realidad histórica un ensueño que trasciende su propia capacidad de realizarlo. Una pasión y una fe que asume en la refriega su forma existencial de expresión y de conducta. Seguir leyendo «Pasión y fe del anarquismo»
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