José Miguel Gómez: ¿la restauración?*

Momento de la inauguración del Monumento a José Miguel Gómez., 1936 (Fragmento de la foto original)

 

Por Arturo Arango

 

Quiero dejar ante todo constancia de mi respeto ante la obra magnífica que está cumpliendo la Oficina del Historiador de la Ciudad, dirigida por Eusebio Leal, en la salvación, más que restauración, de La Habana. Si escribo estas cuartillas sobre la restitución de la estatua de José Miguel Gómez al monumento que corona la calle G, es porque estoy convencido de que ese acto implica ideas que necesitan la prueba del debate.

 

¿Qué significa esa restitución? es la pregunta que me repito desde que ayer (literalmente ayer, 22 de junio de 1999) vi por primera vez en bronce la figura del segundo presidente de la República. Doy por descontado que no se trata de salvar una pieza valiosa de la monumentaria cubana: desde su construcción hasta hoy, esta obra de Giovanni Niccolini no ha merecido más que denuestos, y la estatua añade nada, en sentido alguno, a su desvalorización.

Una ciudad, se sabe, es un cuerpo mutante, y sus transformaciones suelen relacionarse con los avatares de la historia.

El Monumento a José Miguel Gómez. Vista contemporánea. Foto: Julio César Guanche

Desconozco las circunstancias precisas que condujeron a la supresión de José Miguel Gómez, y que dejaron de don Tomás Estrada Palma sólo los zapatones sobre el pedestal. Conozco muy bien, en cambio, las circunstancias generales, y sé que un monumento es ante todo un símbolo, y casi siempre expresa un poder.

Tal vez al derribar esas estatuas se cometieron excesos, pero esos excesos constituyeron otro símbolo, implícito, por tanto, en la misma ausencia que crearon: el del poder revolucionario que se imponía, que derribaba al poder de la neocolonia, con todas sus implicaciones (como derribó también, y esas imágenes son mejor conocidas, el águila del Maine).

El monumento a José MIguel Gómez, 1936. Foto de Archivo de la Secretaría de Obras Públicas

Quiérase o no, la historia también crea sus símbolos: el Maine lo es de la penetración norteamericana en nuestros asuntos internos; Estrada Palma, que dejó intacto el Tesoro Público, fue, según la imprescindible Cuba en la mano (de 1940), “un decidido sostenedor de la idea de la mediatización yanqui en la gobernación republicana”, y José Miguel Gómez, el Tiburón, según la misma fuente, dio “comienzo [al] derroche y [con él] toma carta de naturaleza cubana ´la botella´”.

El pedazo de bronce que ha vuelto a levantarse en la calle G no es un adorno vacío de sentidos, como tampoco lo era su ausencia.

¿Qué es restaurar una ciudad? ¿Acaso devolverle su rostro original? Luego, ¿dónde está ese origen, en qué minuto de su historia ubicarlo? ¿Siempre lo pasado debe prevalecer sobre las mutaciones posteriores?

Inauguración del Monumento a José Miguel Gómez, 1936

Las rejas que hoy circundan la Quinta de los Molinos alguna vez limitaron la Plaza de Marte, y donde hoy vemos a Carlos Manuel de Céspedes, en la Plaza de Armas, antes estuvo un Fernando VII erigido por Tacón.

El sentido común indica que ambas serían restauraciones improcedentes: la primera desfiguraría un sitio posterior al primero, construido a partir de la disolución necesaria de aquel, en las inevitables transformaciones de la ciudad. El segundo cambio borraría un acto de justicia histórica.

Ambos, sin embargo, serían coherentes con esta revaluación del monumento de la calle G, y las tres, fatalmente, irían a contrapelo de la historia.

 

 

 

 

*Este texto fue escrito en ocasión de la restauración del Monumento a José Miguel Gómez, a fines de los 1990. Fue publicado en el libro Paso de Prisa, de Arturo Arango. Se reproduce en La Cosa con autorización del autor.

 

Arturo Arango es narrador, guionista de cine y editor. Junto a Norberto Codina ha formado parte, por décadas, de la dirección de la revista La Gaceta de Cuba, un espacio emblemático del pensamiento cultural cubano.